lunes, 24 de enero de 2011

Se inicia un año con olor a Guerra

Lamentablemente, 2011 no se anuncia como un año pacífico. No se trata de ser alarmistas, pero tampoco se pueden desconocer los datos inmisericordes de la realidad. Los tambores de la guerra están sonando cada vez con más insistencia en diferentes puntos del planeta. A la crónica crisis de Medio Oriente se le suma la de Asia central con sus manifestaciones en Afganistán y Pakistán. Por su parte, Ahmanidejad reitera en Irán su voluntad militarista, voluntad que alarma incluso a las dictaduras árabes de la región a un punto tal que más de un observador vaticina una nueva guerra entre Irán e Irak.


Por su parte, la dictadura de Corea del Norte insiste cada con más frecuencia en destruir a sus vecinos de Corea del Sur.

Hace cincuenta años en este territorio estuvo a punto de iniciarse la tercera guerra mundial. Hoy no es descabellado temer por lo mismo. El enfrentamiento nuclear entre dos potencias vecinas implicaría, en este caso, el complicado ajedrez de intereses internacionales en juego, intereses que en el fondo no son muy diferentes de los que estuvieron presentes en 1952.

Los incidentes cada vez más violentos en Sudán entre cristianos y musulmanes, las disputas en la frontera rusa y las beligerancias en África, dan cuenta de un escenario preocupante, agravado en este caso porque Estados Unidos manifiesta el deseo de intervenir cada vez menos. Contradiciendo la añeja suposición de que las guerras en el mundo se propagaban debido a la voluntad del imperio, los hechos ahora vienen a enseñarnos que el retiro de la potencia mundial en vez de pacificar crea condiciones para expansiones, disputas armadas por territorios y guerras religiosos, muchas de ellas acompañadas por actividades terroristas.

El repliegue de Estados Unidos es incentivado por potencias competitivas, particularmente europeas, que suponen que así pueden ganar espacios de poder y comercio. En la misma línea se manifesta la dictadura China cuya estrategia apunta al debilitamiento progresivo de los yanquis con la esperanza de ocupar en algún momento su lugar.

No se trata, por supuesto, de insistir en que Estados Unidos retorne a la política del garrote o el intervencionismo arbitrario, pero como lo aseguran la mayoría de los historiadores profesionales, está claro que el mundo -en sus diferentes etapas- necesita de imperios moderadores que asuman ese rol como una responsabilidad, no como un privilegio.

Cuando esto no ocurre la paz queda expuesta a la ambición de cualquier aventurero o déspota. En el sigo XXI, esta responsabilidad es particularmente inquietante por la presencia del creciente armamento nuclear en manos dudosas. Que regímenes manejados por tiranos desequilibrados dispongan de armas de destrucción masiva es un dato peligroso desde todo punto de vista. Poco importa que estos personajes invoquen la autonomía nacional para armarse hasta los dientes. El mundo, en estos temas, no puede perder la memoria ni arriesgar la paz y la vida de sus habitantes.







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